A mi sorpresa, Francia
Por Juana Matey
Me veo en la obligación, por responsabilidad, de contar lo que fue para mí una semana de vendimia en un pueblo llamado Montlouis Sur-Loire en la finca de François Chidaine. Vendimia no es sinónimo de fiesta en Europa.
Llevaba un buen rato buscando trabajo y mi desesperación bullía. Convencida de encontrar lugar en mi área, tuve que bajar la guardia poética y mimetizar las similitudes entre servicio y vocación para que apareciera este trabajo de temporera con contrato a fecha en Francia. Son convocatorias muy comunes entre las y los europeos, y para mis ojos, que aún no perdían el brillo de turista, fue alucinante la posibilidad de atravesar nuevos paisajes sin aduanas.
La idea de venirme a Europa fue impulsada por ambiciones casi puramente profesionales, pero todas estas fronteras coordinadas de forma tan estratégica a su propio favor, como los detalles de sus antiguas edificaciones en constante mantenimiento, el cuidado a los espacios comunes y la política social de derecho, me parecían inspiradoradoras. Apreciarlo en carne propia es acercarse un poco a lo que en Latinoamérica resulta todavía una utopía.
A medida que se acercaba la fecha de salida, los comentarios comenzaron a advertirme de tratos “negreros” que podría sufrir. Vociferando estas adjetivaciones sin resquemor alguno.
No fue grata la sorpresa de oír esta dialéctica, porque empecé a descubrir que las diferencias entre una cultura y otra, no eran las que creía iba a encontrar. La imagen que llega desde Europa a mi país proyecta otra cosa. “Negrear” me provoca una incomodidad con la que no quisiera conciliar ni en gracia.
Pero mi situación de extranjera debería ajustarse a su pudor tras lo que ahora se tornaba un adolorido asombro.
Noté que las cuclillas serían una exigencia de ocho horas diarias durante seis días a la semana por un mes, lo que definitivamente sería duro para mi cuerpo. Pero además de ese aguante, tendría que respirar hasta ahogarme con mis propios suspiros como lo he hecho siempre. Y las sorpresas que estaba por llevarme no estaban ni cerca de la realidad que me tocaría vivir.
El comienzo de la pesadilla
El viaje fue de más de treinta horas repartidas en tres días. Llegué de noche, ya sin batería, a un terreno irregular lleno de espinas, con quizás qué insectos rondando y a un kilómetro en subida de la casa de servicios. Armé mi pequeño campamento a oscuras, haciéndome la idea que el mes de trabajo comenzaba.
El contrato era de ocho horas diarias con los domingos libres. Supuestamente desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde con una hora de descanso. Pero había que estar sentada en la furgoneta a las siete y media y nunca volvimos antes de las seis y media.
Era una larga distancia hacia los cultivos. Almorzábamos ahí mismo, lo que nosotras lográsemos llevar y comer, al alero de la sombra de los autos que nos acarreaban. Volvíamos casi de noche y muy cansadas, a compartir dos baños y “cocina” (pequeño hornillo eléctrico de dos platos y sin utensilios disponibles, pegado a un lavaplatos y un refrigerador) entre más de treinta personas.
Tal vez si no se hubiera burlado de mí el entorno español, cuando pregunté durante los preparativos de mi viaje si es que habría lavadora de ropa (a lo que tuve que reír como bufón migrante del recóndito lugar que no saben si conocemos el jabón líquido ), no habría estado tan atenta a estos detalles. Me parecería normal cierto nivel de austeridad de recursos en sectores rurales. Vengo de un país bastante injusto dado a su política centralista y como todo lo que es lógico obedece a una imposición incuestionable, de seguro esta dinámica podría venir desde recónditos lugares.
Pero el equilibrio que manejan aquí sobre la precariedad, está estrechamente relacionada a la implementación de electrodomésticos. Y que no se malentienda, benditos sean esos logros. No soy una fanática del microondas, pero qué bien que la electricidad no sea un impedimento para ningún pueblo.
El viaje estaba resultando denso y largo, mas la naturaleza logra amortiguar sobre los conocidos choques culturales.
Mi agudo ojo observador, eso sí, comenzó a capturar datos apenas entramos a Francia, porque es muy diferente a España. Por más fronterizo que fuese el pueblo o alejado de grandes ciudades, las calles están en perfecto estado incluso cuando son de una sola vía y las graciosas rotondas que consiguen el orden de estas rutas, las mantienen adornadas con múltiples flores y esculturas, cada una diferente a la otras. Inimaginable.
Pero la arquitectura ósea es preocupante. En cada esquina que paramos a pedir indicaciones, llamó mi atención la maltratada dentadura de todas sus habitantes. El funcionamiento de una lavadora como artefacto indispensable para la comunidad laborista europea fue motivo de burla al impresionarme el hecho de que incluso en una ruralidad tan apartada hubiese electricidad, pero la adecuada alimentación de las trabajadoras y trabajadores no tuvo espacio de apelación. ¿Limpios pero desnutridos, su señoría? ¿Y qué será lo que cubre el famoso cuerpo de centros sanitarios gratuitos que defienden a como dé lugar esta aclamada seguridad social? Pues en Chile por lo menos, el consultorio incluye cobertura dental.
No podía configurarlo. ¿Francia? Un ejemplar de infraestructura bien planeada y mantenida, sin cobertura dental ni educación alimentaria, ¿Francia? Para qué mencionar el reciclaje. Estaban dotados de basureros pero a la institución no le parecía relevante reciclar nada más que sus botellas de vidrio.
Ahora me pregunto desde nuevos lugares, insospechados para mí, sobre la posible asociación de estas circunstancias con la historia. ¿Es que acaso habrá llegado al verdadero campesinado el acceso a derechos sociales por los que tres siglos atrás se organizaron los actuales estándares morales del mundo?
Temporeras en Francia. Foto: el cierredigital
Maltrato
De entre mis colegas, todas de otros lados de Europa, llegaron cargadas de comida en tarro que se recomienda llevar para optimizar tiempo y dinero. De seguro nos unía a todas lo mismo, pero ya no tengo veintidós años. Ya no acepto la aventura romantizando la precariedad. No cuando depende de mi voluntad y prioridades. Me esfuerzo por comer bien y dormir lo mejor posible, sobre todo durante las exigentes rutinas de trabajo.
Entonces mi fuero maternal inextinguible se mantuvo consternado. Nuestras rutinas se desenvolvían bajo agresivas dinámicas de explicación y seguimiento de instrucciones. El jefe nos gritaba como si diferenciar los tipos de uva entre solo pasada, podrida y pasa, fuese una cualidad instintiva con que todo ser humano nace.
Aún así, me mantuve de buen humor. Seguramente por instinto de protección. Me encontraba en el pequeño grupo de las mayores de veinticinco. Y el ambiente de trabajo era muy hostil. Nos daban poca agua a más de treinta grados de temperatura y alertas a cualquier respiro hasta por beberla o secar el sudor de la frente, mientras los sutilmente escogidos capataces, espero se subentienda la arbitrariedad nefasta que evoco, podían fumar uno que otro cigarrillo sin perturbar en nada.
A ver, seguir las instrucciones es un proceso de decodificación que, mientras se cumpla en un tiempo determinado y con el rendimiento esperado, debería garantizar el respeto a nuestro trabajo. Eso es un mínimo de resguardo social.
Puede que el escenario del mundo no sea un salón de clase, pero yo asumo que compartimos la idea de espacio público como lugar dónde se aplican nuestros mejores movimientos (aprendizajes) por un bienestar común siempre buscando mejorar.
Quiero decir, que a todos los sulfurados gritos del franchute, respondí con una ágil suspicacia, elocuentes comentarios o silencios y “caballerosas” sonrisas.
Todo eso fue, o tal vez qué más de mi propia cosecha, lo que hizo a Monsieur Francois determinar que sus rugidos no estaban siendo suficientes para mantenerme bajo alarma, como era sin duda su pretensión sobre todas nosotras. Porque en uno de los regresos del almuerzo, nos cambiaron repentinamente hacia la parcela aledaña y no había segundo que perder. Como yo había dejado mi cubo dónde estábamos cosechando antes, me dirigí a recuperarlo, cuando él me cogió del brazo y me zamarreó. A su criterio esta decisión de recuperar mis implementos era insubordinación.
Claro está que entiendo de filología más que él. Pero en vez de confiar en el trabajo de joyería que llevaba haciendo esta destacada temporera, consideró que lo apropiado era hacerme entender lo verdaderamente importante que es seguir a pulso la masa acobardada por su exquisito pésimo humor y no así mi, aunque también obediente, arritmia.
Mi reacción fue inmediata. Solté mi brazo con fuerza hacia atrás como la robusta mujer de un metro setenta que me permito ser. Y encabronadisima le dije que me soltara, que cómo se le ocurría tocarme así. Él, aún más embravecido por mi atrevimiento, me giró ahora con sus dos manos sobre mis hombros y me empujó hacia el destino que él tenía recalculado.
Mi rabia fue tal, que tardé unos segundos en sobrellevar la sulfuración hasta lograr exigirle lo más tranquila que conseguí, todavía gritando, que me devolviera al campamento, porque soy muy consciente de mis derechos y lo que él acababa de hacer se llama en cualquier lugar del mundo maltrato.
Se reía de mi alteración.
Yo no dejé de vociferar sino hasta que su esposa llegó cabizbaja, a dar quizás por qué número de vez, la cara por su marido.
Le dije a la mujer, que entendía un poco más español, que no seguiría trabajando para ellos y que esa misma noche me iría. Pero se me impidió esta demanda inmediata y me tuvieron apartada del grupo cuarenta minutos, a lo que me dijeron después que tendría que terminar el turno para que se me pagara el día. Así que tuve que hacerlo.
El retorno
Durante el tiempo sentada en el automóvil, calculé varias veces el costo total del viaje. Solo recuperaría lo invertido en pasajes. Perdería la comida pensada para dos semanas que compré en una feria agroecológica de por ahí y llegaría aún con menos dinero, pues no me pagarían hasta dentro de diez días hábiles.
Gasté lo que me quedaba en dos trenes y un bus. Viajé sin señal, internet, ni dinero suficiente. Fue denigrante. Volví devastada a España.
Quiero destacar que fui una buena trabajadora. Llegué a alcanzar el tempo de quienes llevaban años cosechando y además, con una actitud poco llevadera para el entorno que se nos obligaba a aceptar. Prueba de esto, fueron un par de “gestos de afectos” que tuvo Monsieur François hacia mí los días previos a abalanzarse con toda su jerarquía y “ponerme en mi lugar”. Me cogía de la gorra, jugaba con mi nombre entre chistes, en fin. Yo aprovechaba esta preferencia para bromear de vuelta e ironizar entre mis compañeras sobre lo que él asumía un buen ambiente de trabajo, sujetando orgulloso las privilegiadas oportunidades laborales con las que nos dotaba.
Se nos gritaba hasta por estirar la espalda de dolor durante menos de un minuto. Esto de que sólo se le permitiera a los fumadores detenerse, queda como ícono de la toxicidad.
Llegué de vuelta a Madrid el 17 de septiembre a las siete de la tarde. Superada. Justo un día antes de la celebración de la independencia en mi país. Todo giraba simbólicamente con voces del mundo en mi cabeza, reunidas en la gran mesa redonda de mi zapallo, convocadas por las mismas quejas sin vocerías representantes. Por supuesto no celebré. La primera semana fue horrible. Estaba sin ánimos ni fuerzas para buscar trabajo, aunque lo hacía, menos para sonreírle a nadie, sin querer hablar del tema, sin dinero, necesitando ayuda, angustiadísima.
Hay ciertas sensibilidades que se expresan como residuos. Vestigios del daño. Ahora, a siete meses del suceso, veo que me comporté como una mujer maltratada.
Mantuve contacto con una de mis compañeras de la finca. A los pocos días me llamó para contarme que se había ido una chica italiana por mis mismos motivos. Y cuatro días después, se supo de la chica de Murcia que había sido empujada de los hombros hacia su cubeta por Francois hasta hacerla caer. Dos semanas después, la misma confidente que observaba en silencio, terminó por obtener su turno. Otro malentendido accidental terminaba en zamarreada y empujón. Se fue antes de las fechas estipuladas, muy afectada, porque esto le traía feroces consecuencias económicas. Yo de verdad, no creo que sea esa la peor de las repercusiones.
Es una mujer de más edad que nosotras, las primeras despedidas. Se mantenía completamente camuflada con capuchas y protector solar para combatir durante las cosechas el arduo sol. Sin duda sabía más sobre cómo protegerse que nosotras, pero “cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar.”
Me llama la atención que este hombre se diera el permiso de determinar el mandato y orden de la eficiencia no en cuanto al rendimiento, sino ante la forma y sobre todo, que haya sido cómo fue y sólo con mujeres.
¿Seremos acaso siempre extranjeras en el mundo de las leyes? Claramente para que el hombre se posicione en la cúspide, nosotras debemos mantenernos por debajo, sosteniéndolo.
¿Qué significa hoy la palabra civilización? ¿Qué promete? ¿Qué cumple? ¿Y a qué costo?
¿Dónde se deposita el imprescindible aparataje de la esclavitud? ¿Bajo qué dispositivos sociales?
Si la biología transforma, ¿qué sistema de coordinación corrompe nuestros incansables esfuerzos humanitarios?
¿Por qué reestructuración debemos apostar para erradicar por completo estos atributos que obtienen los jefes, interfiriendo en el ya extenuante ejercicio constante que es el equilibrio social?
Lamentablemente no me quedo con nada más que estas preguntas. Aún dejando constancia en el Consulado chileno de Francia que, aunque hoy promete resguardo feminista, no he recibido respuesta.
Pero lo llevaré así, desde las adjetivaciones necesarias para no dejar la operación impune. El adjetivo fluido será mi combate contra la hipérbole que requiere la demanda. Si hemos de seguir el camino con el sol en la cara, que se cuente la historia y a través de nuestras palabras.
“Las creencias, opiniones o puntos de vista expresados en esta columna son responsabilidad de la autora y no necesariamente representan los de AUCH!”