LITERATURA Y MOVIMIENTO FEMINISTA: EL ROL DE LA MUJER EN LAS LETRAS CONTEMPORÁNEAS

Ponencia realizada por la escritora Eva Débia Oyarzún
para la Feria Internacional del Libro de Rabat,
Marruecos. 13 de mayo de 2024

Quisiera partir esta ponencia agradeciendo la enorme generosidad de la Embajadora de Marruecos en Chile, Kenza El Ghali, quien realizó las gestiones para que este sueño pudiera materializarse. También agradezco a la organización de esta Feria de ensueño, a Kanza Amara, al director del centro cultural Mohammed VI para el Diálogo de las civilizaciones, Mohcine Mounjid, y por cierto a su majestad el rey Mohammed VI.

Hablar de feminismo y literatura es una urgencia que progresivamente ha ido tomando forma en la sociedad contemporánea, y no de manera local sino a lo largo y ancho del planeta. Repasemos algo de historia:

Corría 1929 cuando la escritora británica Virginia Woolf publicaba el ensayo “Un cuarto propio”, recopilando las experiencias que tuvo en algunas charlas y exposiciones que dictó en un par de universidades femeninas de Cambridge. En este contundente trabajo, la autora plantea dos conceptos que merecen ser recordados, y voy a referirme de manera separada a ambos.

Anónimo era una mujer

En primera instancia, la escritora instala la idea de que, haciendo una revisión del trabajo editorial a lo largo de la humanidad, “en la mayor parte de la historia, anónimo era una mujer”.

No resulta un secreto entender que la autoría del trabajo realizado por las mujeres en el campo de la escritura ha sido ensombrecido y entrampado de diversas formas: la alfabetización sesgada y el acceso al conocimiento reservado mayoritariamente a los descendientes hombres de las familias acomodadas dejó por muchos siglos en una disparidad de condiciones de base a quien, siendo mujer, tuviese inclinaciones por los procesos creativos a través del lenguaje. Entonces, argumenta Woolf, pareciera de toda lógica que la única posibilidad de publicación de aquellas obras con pluma femenina fuese a través de la negación del género, primero en el anonimato y luego con la suplantación de identidad. 

Las hermanas Brontë, por ejemplo, debieron recurrir a seudónimos masculinos para que las editoriales evaluaran sus trabajos; de hecho, cierto poeta le dijo a la autora de Jane Eyre que “la literatura no puede ser el negocio de la vida de la mujer…” Resulta a lo menos irónico pensar que, con la mirada del tiempo, se perdiera el nombre del escritor y en cambio Charlotte Brontë sea estudiada en las diversas escuelas especializadas en literatura del planeta. 

Similar historia fue la vivida por Amantine Dupin, baronesa francesa que es mucho más reconocida por su seudónimo, George Sand, usando incluso vestimenta masculina para acceder a espacios restringidos para las mujeres de su tiempo y país. Misma cosa ocurrió con Mary Ann Evans, quien es más reconocida por su seudónimo, George Eliot, única forma de que su trabajo fuese tomado en serio por el círculo literario de Inglaterra. En la España del siglo XVIII, Cecilia Böhl De Faber Y Ruiz De Larrea decidió tomar el nombre de Fernán Caballero; y no podemos dejar de lado a la tremenda británica Jane Austen quien, si bien no decidió cambiar su género en la firma autoral, se limitaba a salir a la luz con un escueto “escrito por una dama”. Cabe mencionar que, si bien fue una prolífica escritora publicada, jamás incluyó su nombre en ninguna de las ediciones que se hicieron durante su vida. Resulta al menos desolador pensar que, ya que vendió su obra, cedió en ese proceso los derechos y por lo tanto jamás recibió las ganancias reales de su producción literaria.

¿Qué ha llevado a cubrir de niebla la presencia creativa de las mujeres en el desarrollo de la humanidad? ¿Hemos sido acaso obligadas a este recato invisibilizante, o ha sido un proceso avalado por una sumisión voluntaria, al alero de la intimidad de las labores domésticas y de cuidado? Claramente, soy una de tantas mujeres a lo largo de la historia que se ha planteado esta inquietud: las mujeres escribimos desde la creación de este instrumento invaluable de registro, lo reconozca o no la historia. 

Llevamos cinco mil años de escritura y los hechos, con la luz de este siglo XXI, van tomando ciertos visos diferentes. Hoy sabemos que el primer registro de una persona dedicada al oficio de escribir fue en realidad una mujer, la sacerdotisa acadia Enheduanna, hija del Rey Sargón I de Acad, quien vivió en la región de Sumeria durante el siglo XXIII a.C. 

Si se trata de poesía, nos parece a lo menos inverosímil relegar la figura de Safo, escritora helénica del siglo VI a.C., a un escondido pasaje oculto tras el despliegue pirotécnico de las grandes obras de Homero. Si hiciéramos una encuesta rápida en la mayoría de los colegios del mundo, la Iliada y la Odisea llevan siendo estudiadas de modo profuso y, en contrapartida, el desconocimiento del trabajo de quien fuese llamada por Platón como “la décima musa” resulta igual de contundente.

La primera gran novela moderna tiene mil páginas y fue publicada por la japonesa Murasaki Shikibu, en un lejano siglo XI; la Novela de Genji (así se llama la obra) tardó diez años completos en ser escrita. La ciencia ficción fue creada, pese a que muchas personas insisten en que es un terreno predominantemente masculino, por una mujer: Mary Shelley, en 1818. La historia está llena de evidencias: pese a los esfuerzos de los diversos países del mundo por alfabetizar a su población, la balanza pareciera favorecer porcentualmente a quienes no nacieron mujer. Hacia el 1900, la tasa de analfabetismo femenino en la vecina España se situaba en un 71,4% y, en pleno siglo XXI, la realidad global nos puede dejar boquiabiertos: La ONG española Manos Unidas indicó que, a 2022, en el mundo existen aproximadamente 800 millones de personas sin alfabetizar. De ellas, dos tercios (más de 500 millones) corresponden a mujeres. 

Este pensamiento asociado como raíz de todos los pesares debido a la disparidad de género en materia de educación no es nuevo, en lo absoluto. Ya a fines del siglo XVIII, la escritora británica Mary Wollstonecraft en su obra “Vindicación de los derechos de la mujer” establecía que las mujeres no son por naturaleza inferiores al hombre, sino que parecen serlo porque no reciben la misma educación, planteando como única solución viable que tanto hombres como mujeres deberían ser tratados como iguales, pues ambos son seres racionales. Así nació lo que a poco andar se conocería como feminismo liberal; cabe destacar que Wollstonecraft falleció mientras daba a luz a quien luego también fuese escritora, la ya mencionada Mary Shelley. 

Un cuarto propio

La segunda idea planteada por Virginia Woolf en su ensayo establecía que «una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir”, haciendo clara alusión a la necesidad de contar con recursos económicos para autofinanciar el mal concebido lujo de dedicarse al proceso creativo. 

¿Por qué ha sido bien visto que los hombres puedan dedicarse a ello, pero las mujeres no? Esta respuesta está, tal vez, urdida entre los vericuetos de la cotidianeidad y los resortes que mueven al feminismo como necesidad de generar un escenario más equitativo, donde todas las personas puedan desarrollar sus habilidades e impulsos más allá de su género, ideología, etnia o contexto geográfico. 

(8.13) Pía Barros es una tremenda escritora chilena, plenamente contingente y se mantiene en un consolidado matrimonio de cuarenta años con el también escritor Jorge Montealegre. Ambos han desarrollado sus carreras en el mundo creativo en forma paralela, juntos y por separado, sin ser mella del otro en ningún sentido y ambos manteniendo en la casa compartida sus respectivos espacios de oficina; sin embargo, en una coloquial conversación con ella, Pía me confesó que, si hay que ir al supermercado, si se acaba el gas en casa o si existe alguna duda de carácter doméstico, es siempre la puerta de ella la golpeada para pedir orientación… Porque “Jorge está trabajando”.

Con este ejemplo busco evidenciar lo que para las mujeres, en el escenario de la escritura, es una obviedad poco manifestada pero transversalmente vivida: las posibilidades de profesionalizar nuestro trabajo queda siempre a la sombra de las mal entendidas obligaciones, que históricamente han sido consideradas como “propias del género”: las labores de cuidado del hogar y de la familia, el quehacer cotidiano de llevar una casa y crianza, corresponden a un concepto de trabajo no remunerado que choca con las intenciones de ejercer el oficio autoral en igualdad de condiciones que nuestros pares masculinos: para escribir, siempre hay que robar tiempo a los roles femeninos asignados.

En la estructura social y familiar donde es el hombre quien provee de los recursos materiales para el sustento, pareciera que no existe cabida para compartir funciones; entonces, si bien el feminismo ha dado una lucha valiosísima para poder avanzar a paso firme en derechos esenciales que hablan de nuestra dignidad, respeto, validación e incluso sobrevivencia (así como otras necesidades esenciales tales como el acceso a la educación, el patrimonio propio, la autonomía de pensamiento y el libre ejercicio de la profesión), existen brechas gigantescas pendientes si pensamos en el escenario del mundo cultural, específicamente de la literatura.

Hoy, se sigue dando por sentado que nuestro oficio atiende más a un llamado noble y altruista de las musas, de carácter filantrópico, y por ello se considera prácticamente mal visto referirse a dineros, cobros, pagos y otros detalles prosaicos, como si quienes escribimos no tuviéramos las mismas necesidades terrenales que un médico o una arquitecta. Suelo decir, con algo de sorna e ironía, que quienes escribimos tenemos la mala costumbre de comer y pagar cuentas, sobre todo cuando se nos pide trabajar “por amor al arte”. Esta realidad se potencia groseramente en el caso de las mujeres que se vinculan con este oficio ya que, más que un trabajo, existe un velo de creencia popular en donde se nos sitúa no como trabajadoras de las letras, sino como un grupo de señoras con un pasatiempo muy excéntrico.

Cuestionar el canon: repensando el escenario conocido

La nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie ha dicho que “la historia importa porque ayuda a dar forma a la identidad de un individuo y una sociedad”. Cuánta razón tiene; si pensamos en el ejercicio de hacer un revisionismo a nuestras propias lecturas, ya sea las lecturas obligatorias en los espacios de estudio o en aquellos textos que llegaron a nuestras manos en la juventud temprana, chocaremos con un muro gigante de disparidad en materia autoral. Ya comenté la brutal diferencia entre la difusión que ha tenido Homero versus el escaso reconocimiento global que ha recibido Safo.

Y lo complejo aquí es que la historia está escrita por quienes detentan el poder. Por eso, nuestro rol desde la escritura ha estado relegado a la humildad acompañante de un segundo plano, a una decoración ornamental y a una estereotipación muy caricaturizada de lo que debieran ser “nuestros temas” ¡No solo nos han dificultado la libertad de acceder a la escritura, sino que además se ha pretendido enmarcarnos en un terreno que se ha definido como “adecuado” para nosotras! La literatura infanto juvenil, la poesía, las novelas rosa. Ese debiera ser nuestro espectro de creatividad, ya que de emociones estamos hechas.

La mexicana Elena Garró es la madre del realismo mágico. Su creador no es Gabriel García Márquez, como se ha visibilizado; lo reconoció en su momento el mismo autor de Cien Años de Soledad. El fenómeno del llamado “boom latinoamericano” no hubiera sido posible sin el certero trabajo de la agente literaria Carmen Balcells, y pese a ello, las figuras que quedaron en un primer plano fueron todas masculinas. 

Parece pertinente explicar que las llamadas sufragistas (sobre todo en América Latina) tenían un discurso sólido con miras a conseguir el derecho a voto femenino, conseguido en España en 1931 y en Chile en 1935; la consigna de visibilidad de las mujeres había sido copado por ese sentir, tal vez. La escritora Rosa Montero, en un ciclo de charlas precisamente sobre el llamado Boom, reflexionó en su momento sobre la no existencia de nombres femeninos a primera vista: “Ahora es cuando me asombro de que no hubiera mujeres; entonces, a mis dieciocho años, ni me daba cuenta. Estaba acostumbrada a esa visión mutilada del mundo”. 

¿Acaso las mujeres latinoamericanas no escribimos a mediados del siglo XX? Vaya que sí, pero primaba en su carpeta de presentación el ser pareja de aquellos hombres de renombre: la colombiana Mercedes Barcha fue esposa de Gabriel García Márquez; la nacida boliviana y nacionalizada chilena María Pilar Serrano lo fue de José Donoso; la misma Elena Garró, ya mencionada, vivió a la sombra del mal vínculo que tuvo con Octavio Paz; la argentina Silvina Ocampo estaba casada con Adolfo Bioy Casares… A las que no estaban casadas, se las caracterizó como destempladas o suelta de cascos; en Chile tenemos el icónico caso de la tremenda María Luisa Bombal, no reconocida por su indiscutido talento, sino que relegada a la prensa policial por su fallido intento de asesinar a un amante. En contrapartida, el excesivo recato de la ucraniana brasileña Clarice Lispector sobre su vida personal, sumado a su tremendísimo talento, llevó a la crítica literaria y la prensa de su tiempo a especular si no era realmente hombre. Tanta creatividad y análisis crítico no podía venir de un cerebro femenino. 

La lista es gigante, pero en el concepto de carrera existe la necesidad de brillar y, para ello, hemos debido opacar los caminos de quienes pueden encandilarnos. Por fortuna, hay vientos de cambio que nos están haciendo repensar el modo de funcionar en el ecosistema del libro. 

Nunca más solas

Hace casi un siglo, la escritora española María Zambrano comentaba en una entrevista que “escribir es defender la soledad en que se está. Es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero a la vez un aislamiento comunicable, en que, precisamente por la lejanía de toda cosa concreta, se hace posible el descubrimiento de relaciones inusitadas entre ellas”.

El camino de la escritura es, en sí, un volcamiento de alma hacia lo que nos resulta urgente. Y, dado que el feminismo ha tenido una progresión relevante respecto de las urgencias ya mencionadas a lo largo y ancho del planeta, llegado el siglo XXI es necesario replantearse esa necesidad de mantenerse parapetadas, defendiendo esa figura de cuarto propio que nos regalara Virginia Woolf, o ampliar los criterios y las demandas desde una perspectiva diferente: tal vez ya no nos acomoda solo el cuarto y necesitamos más espacio.

Este cambio de prisma coincidió con la (a mi juicio) mal llamada segunda ola feminista; hace medio siglo, diversos grupos de mujeres comenzaron a alzar la voz proclamando que lo personal es político. La ensayista y periodista norteamericana Roxane Gay explicó de modo muy asertivo que “el empoderamiento de algunas mujeres no prueba que el patriarcado esté muerto, lo que prueba es que algunas de nosotras tenemos suerte”. Conscientes de este privilegio en el que aparentemente estamos insertas, quiero permitirme traer a colación algunas cifras sobre el que ha de ser el principal reconocimiento literario a nivel mundial: el Nobel de Literatura. Hasta la fecha, se han entregado 116 premios Nobel en esta categoría; 17 de ellos, a mujeres. Esto equivale a menos del 15%.

Vengo de América del Sur, un continente híbrido con una tradición rica y multicolor en todas las artes posibles. Somos fruto de una mixtura que nos vuelve versátiles y algo impredecibles; somos un continente que se ha rearmado muchas veces, a punta de sangre, combinando multitud y soledad. Chile, mi país, es extenso y cuenta con el desierto más árido del mundo, bosques milenarios, un cordón montañoso imponente como una cicatriz divisoria de norte a sur y hielos eternos. En 1854 se creó la primera escuela elemental pública para mujeres, y contamos con acceso universitario desde el año 1881 gracias al llamado Decreto Amunátegui; sin embargo, la búsqueda de equidad en materia de derechos civiles y educacionales asociada a los movimientos feministas de principios del siglo XX estaba en manos de un grupo de mujeres más bien pudientes, alejadas de la realidad y el contexto propio de las obreras y trabajadoras de estratos más humildes. Es por ello que nuestra Nobel Gabriela Mistral, educadora reconocida internacionalmente por su versatilidad, talento y pluma incisiva en materia de políticas públicas vinculadas a la educación, prefirió no identificarse como feminista pese a serlo más que la mayoría.  

El siglo XX dejó a mi país con heridas profundas, que aún estamos trabajando para sanar. La dictadura de Pinochet no ha sido la única que hemos experimentado en nuestros más de 200 años de historia y hemos sufrido una veintena de golpes de Estado; el paso del tiempo nos ha marcado con masacres, desapariciones, injusticias y desigualdades. Nuestra nación está llenísima de urgencias, las que hablaron con voz propia a través del estallido social de hace apenas cinco años. El 2019 resulta determinante para lo que quiero transmitirles hoy, porque no vengo a hablar solamente de mi experiencia: el 8 de marzo de ese año, un grupo de escritoras chilenas decidimos marchar juntas, bajo la consigna “cuestiona tu canon”, haciendo un llamado a remirar este catálogo de conocimiento que la sociedad nos ha entregado desde que nacemos, tan lleno de nombres masculinos. Definimos ese día como el inicio de un camino que permanece y se vuelve sólido con el transitar, ya que decidimos reunirnos al alero de nuestras diversas inquietudes literarias en un nombre, una onomatopeya que muestra dolor e incomodidad: AUCH. Hoy, la colectiva de escritoras feministas chilenas cuenta con más de cincuenta mujeres insertas en el circuito literario; editoras, escritoras, periodistas, literatas, críticas, dramaturgas, novelistas, poetas. Hemos trabajado arduamente en la contingencia de eventos políticos y sociales de nuestro país, escribiendo en paralelo, en conjunto y por separado; hemos realizado conversatorios, talleres, jornadas, charlas, apoyado la gestión de ollas comunes en pandemia complementando la entrega de mercadería con libros, asistido a ferias para posicionar nuestros tópicos con la urgencia que nos parece necesaria. Decidimos contarle al mundo que tenemos voz, que siempre la hemos tenido y que no pensamos atomizarnos porque la división nos debilita. Estamos presentes en diversas instancias del ecosistema del libro, aportando una visión colaborativa y esencialmente feminista, desde la generosidad y la profesionalización del oficio y el género.

Nuestra experiencia de necesidad colectiva, por fortuna, no es la única en el mundo: en España existe la AMEIS, así como las Clásicas y Modernas; en Argentina destacan la Colectiva de Escritoras y Editoras de La Plata además del Colectivo Escritoras Argentinas; en la esquina sur del continente tenemos a la Colectiva de Escritoras Patagónicas; en Perú se creó la belleza del Comando Plath y así, la lista suma y sigue intenciones y trabajo. Sobre todo, trabajo.

En Chile, la realidad dispar del Nobel se replica en nuestro Premio Nacional de Literatura: desde 1942 a la fecha se han entregado 56 galardones… Y apenas 5 han recaído en mujeres: Gabriela Mistral (la única poeta), Marcela Paz, Marta Brunet (de quien decía la crítica especializada que escribía tan bien, que parecía hombre), Isabel Allende y Diamela Eltit. Nuestra visibilidad y reconocimiento cabe en los dedos de una mano: un 8,9%.

Somos un país lleno de poesía, con personalidades y talentos riquísimos a rescatar; sin embargo, la mayoría de las antologías publicadas antes de 1980 tenían una participación mínima de mujeres entre las personas antologadas; una causa posible es el hecho de que la gran mayoría de los críticos, antologadores, editores, imprenteros y periodistas culturales eran parte de un círculo altamente patriarcalizado. Otra vez el canon, hablando por sí mismo.

Una columna publicada en el medio digital El Mostrador y firmada por el Presidente de la Sociedad de Escritores y Escritoras de Chile, SECH, reconoce la árida realidad actual en la disparidad de lo que se dice, versus lo que se hace: “treinta y ocho veces habla el documento de 2023 sobre género/mujer, aunque las brechas están a la vista tanto respecto del acceso al libro como en lo relativo a la presencia de autoras en las lecturas referenciales de los programas escolares”. Si abrimos la perspectiva, la organización internacional de escritores PEN junto con la UNESCO, realizó un informe en el 2022 que revela que la participación de mujeres en la industria editorial latinoamericana solo es de un 30%, pensando en el ciclo completo: desde las escritoras y evaluadoras en concursos literarios, hasta las periodistas especializadas en cultura y las libreras. Cabe acotar, en honor a la veracidad, que este estudio se remitió a algunos países del continente, y entre ellos no se encontraba Chile; quisiera creer que en mi país la cifra es un poquito más alentadora.

Hace un año aproximadamente, en una reunión coordinada en el edificio de la Sociedad de Escritores y Escrituras de Chile, mi querida Maivo Suárez preguntaba “¿cómo era ser escritora antes de AUCH+?”. Cuánta razón tiene; en pleno 2024, nuestro trabajo parece más urgente que nunca, ya que hemos comprendido la fortaleza que subyace en abrir el hermetismo de esa soledad del cuarto de Virginia Woolf. Compartir experiencias, estrategias, lecturas y reflexiones escriturales no solo ha abierto nuestro propio canon sino que nos ha permitido replicar este conocimiento en todas nuestras individuales áreas de acción: talleres, academias, docencia escolar. Bibliotecas, ministerios, empresas privadas. 

Este año se ha instalado una nueva forma de menosprecio a nuestro oficio: ya que “las mujeres estamos de moda” (porque el feminismo nos ha puesto en agenda), a algunas personas se les ha ocurrido plantear que las publicaciones contemporáneas tienen una calidad inferior; una serie de comentarios maledicentes dichos al pasar, en una dinámica pasivo-agresiva, vuelve otra vez el camino pantanoso para legitimar nuestros esfuerzos por emparejar la cancha.

 Por esto se vuelve tan importante el llamado, el instinto a romper el molde, a pensar desde los bordes en una figura integrativa. Da lo mismo el continente en el que digamos esto, porque es la esencia misma del feminismo: las escritoras del mundo hacemos un llamado a lo colaborativo desde la generosidad, no desde la competencia. Por eso hoy leo y leo mujeres: no para minimizar o invisibilizar el trabajo de los colegas hombres, sino para difundir con criterio conocido de paridad el trabajo contingente de la producción intelectual en mis diversos espacios de trabajo y reflexión, tanto desde la academia como desde el periodismo. 

Reconozco el legado y reivindico el esfuerzo de nuestras precursoras, ya que sin ellas no podríamos estar aquí, y aplaudo a mis compañeras (sean o no Auchas, como denominamos a las miembras activas de la colectiva) que hoy destellan en diversos frentes: Nona Fernández, Larissa Contreras, Rossana Dresdner, Lilian Flores Guerra, Carmen Berenguer, Vivi Ávila, Ita Calvo, Lorena Díaz Meza, Pía González Suau, Elisa Montesinos, Margarita Bustos Castillo, Alejandra Matus, Andrea Jeftanovic, Francisca Solar, Daniela Viviani, Beatriz García Huidobro, Roxana Miranda, Daniela Catrileo, Patricia Cerda… Nombrarlas a todas resulta empíricamente imposible, pero a través de estos nombres, quisiera representar a cada una de las chilenas que han persistido en el valiente acto de escribir como oficio, bastión y bandera.

Un último dato, para que entendamos que el desafío no solamente se queda en las esferas meramente literarias: en 70 años de historia, apenas ocho mujeres han recibido el Premio Nacional de Periodismo en Chile. Esto debe servirnos de amplificador ya que la brecha es transversal y las mujeres estamos hoy sufriendo de claustrofobia: ha llegado el tiempo de abrir las puertas de ese cuarto propio.

Muchas gracias.

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